Bianca
Hace un tiempo que me resigno a escribir. Pienso en un cuento posible: nada. Pienso, entonces, en un escritor que escribe sobre su bloqueo: un embole. Me indigno pensando en la cantidad de cuentos sobre escritores. No podés ser siempre el personaje principal.
Pienso que es más fácil escribir en el sufrimiento y que todos los clichés son ciertos. Después me arrepiento: el sufrimiento también es la nada. Pienso que la magia fue limitada y me resulta imposible creer que tengo alguna clase de poder en mis manos. Me siento oxidada, vieja. me rehúso a todo donde alguna vez encontré paz. Pienso en si realmente lo hice.
Cierro el diario, pero continúo pensando. Siempre estoy pensando. No puedo escribir sobre la nada porque nunca me topé con ella. Me resulta intolerable, prefiero un pensamiento oscuro que lo enceguecedor del vacío. Trato de pensar si alguna vez escuché el silencio: estoy segura de que no. Sigo escarbando: si, una vez. En la comisura de los labios de mamá antes de pronunciar esas palabras. Aveciné la catastrofe, y un minuto antes de eso, hubo silencio. El tiempo quedó suspendido en un instante. Daría todo por volver ahí, consumirme, nada de lo que siguió valió la pena.
Todos le dijeron que fue cobarde y egoísta. Yo siempre la admiré, jamás hubiese tenido su valentía. Lloraba todas las noches, no por extrañarla, sino porque no me llevó con ella. Era la única que me entendía, le pasaba lo mismo que a mi, la idea de la muerte la enloquecía. Le secaba la respiración. Le angustiaba no poder tener el control de cuándo llegaría. Siempre estaba calculando, jugando con los límites.
Me acuerdo de pararnos en la esquina, calcular la distancia y velocidad del auto que venía, cruzar cinco segundos antes de la letalidad. La adrenalina se volvió adictiva. Ella se volvió una experta: 0,2 centímetros más al costado de la vena por la cuál podría desangrarse; un cuarto de pastilla menos de la cantidad para la cuál no habría vuelta atrás; medio vaso menos de vodka.
Todos acudían a los llamados de atención horrorizados, ella respondía afligida. Menos cuando entraba yo. Yo, que sabía. Entonces me sonreía y anotaba en nuestro cuaderno azul.
No me animaba tanto como ella, la idea me resultaba igual de insoportable, pero más aterradora. No soportaba la idea del dolor. Siempre Bianca fue más fuerte que yo, la ayudaba con los cálculos, desde un costado, sin entrar en escena. Me hubiese gustado poder.
Por eso, cuando finalmente se fue, supe que no fue un accidente, había calculado el momento exacto. Pero no pensó en mí, en que iba a quedarme sola, con mi locura, multiplicando mi sufrimiento.
Tuve que aguantar por meses a personas diciéndome que “le de tiempo”, que “ya iba a pasar”, sin que supiesen que era justamente eso lo que me horrorizaba.