Foto: florsettepani

Fin de la fiesta

Cande Gianfrancisco

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Siempre que se vuelve es en busca de algo, yo no sabía de qué.

Sin mucho pensar me tomé mi colectivo favorito — el 152 — que me llevó a donde comenzaba el subte D, al que me subí hasta el final del recorrido. Es exactamente lo mismo que hice ayer, pero hoy todo es distinto y no logro expresar de manera alguna la extrañeza que siento.

Al salir me topé con Plaza de Mayo. Me senté en el banco y comencé a llorar, desconsolada. No me importó que la gente me viera, aunque este fue uno de los traumas que cargué de pequeña. Ni que las palomas me arruinen mi momento con esos ruidos molestos que indican que estás en la ciudad del cemento. Ni siquiera me importó el señor, que sabe más de marketing que los que estudian en la UADE, que se acercó a venderme 3 pañuelitos por 150 pesos, para limpiar mis tristezas. Incluso todo dejó de importar cuando encontré entre las baldosas, olvidado, un pin multicolor.

Impulsada por mi hallazgo levante la mirada y con ella mi cuerpo en búsqueda de cada rastro de la fiesta que fue. Ahí entendí: no se puede limpiar por completo la libertad. La alegría también deja huella.

Caminé los dos kilómetros que separan la plaza del Congreso. Observé cada rincón como miran los niños, con los ojos grandes y curiosos, como si fuese la mejor detective de toda capital.

Las paredes se adornaban con retazos de papeles de todos los colores, esos que solieron ser carteles de lucha. Graffitis anunciaban que el amor es libre y si entrecerraba los ojos todavía podía ver como el glitter destellaba con la luz del sol. En el piso el papel picado perdía su color volviéndose blanco y de vez en cuando aparecía alguna botella cortada que se olvidaron de recolectar. La escena del fin de la fiesta podía ser desoladora, la perspectiva es el truco.

Con cada paso la desolación viraba a esperanza. Estaba sola, pero en cada pisada retumbaban los bombos del día anterior. Los autos ya no eran sino caravanas llenas de personas sintiendo que el mundo que le habían arrebatado era, otra vez, de ellas. Los cuerpos se movían como se mueven aquellos que tuvieron por mucho tiempo cadenas y conocieron la libertad. Como se mueven los cuerpos que reprimen injusticias que necesitan sacar para afuera para no explotar.

Fue la liberación de todos los sentidos. El olor a porro, mezclado con cerveza caliente y transpiración, no parecía importar porque era el perfume de no guardar las apariencias, al menos, por esta vez. La música sonaba explotando cada hit de los 90. Las gargantas rugían porque ahora tenían voz. La multiplicidad de voces se unía en una sola que contestaba a los gritos que salían del megáfono de turno. Las pieles se tocaban, dulcemente, bruscamente, con furia, con amor, con delicadeza, con torpeza, tímidamente o de la manera más descarada porque el escándalo da impunidad. Los cuerpos vestían los ropajes más extravagantes o no vestían nada porque no tenían porqué hacerlo. Había pelucas largas, cortas, rubias, verdes, celestes y azules. Cabezas rapadas, pelos desteñidos, barbas con brillo y color. Se saboreaba aquel gusto que te hace bailar de manera inconsciente. Los labios se posaban sobre otros, una y otra y otra vez. Esto sucedía en cada rincón: se dieron todos los besos que alguna vez fueron negados.

Ayer, cuando llegué al mar de gente multicolor, la piel se me erizó. Muchas veces lo había hecho, pero jamás de esa manera, contínua, sostenida. Cuando a las emociones le faltan palabras, queda el cuerpo.

Al dejarme llevar por la marea entendí el compás de la libertad. Los ojos se me humedecieron porque en las sonrisas de los demás entendí todo lo que estuve este tiempo buscando. Pero también porque mis miedos no eran solo míos sino los de toda una comunidad, y éramos tantas personas… Tantas que podíamos hacerle frente a cualquier monstruo, incluso al que habitaba en mi.

No fue hasta llegar al Congreso, que ya no estaba iluminado, donde ya no sonaba ninguna canción, donde el olor no era más que el caño de escape de los autos y el ruido de bocinas que siempre corren. No fue hasta ahí, que descubrí lo que estaba buscando: una despedida.

Ayer, en la euforia, perdí la jaula en la que me escondía porque, aunque entendía la teoría, una parte mía creía que todo sería más fácil si no levantaba una bandera con orgullo. Así también perdí una parte mía, o a mi. Todavía no entiendo muy bien.

Hay tanta información que abomba y se habla tanto que a veces no se dice nada. Y yo quisiera entender, pero fui criada con esos valores que te hacen arrugar la nariz cuando algo se distancia de la norma. Por mucho tiempo miré la fiesta desde un costado, aunque la puerta siempre estuvo abierta, solo necesitaba encontrarme con manos que me ayuden a avanzar.

Hay algunas cosas que solo se sienten, y con mi corazón rebotando hasta las lágrimas, entendí. La libertad no solo dejó huellas en la calle sino también en mi.

Ahora soy más yo porque la jaula obturaba todo un rincón entero.

“Acá no sobra nadie”, dice un cartel, y entiendo, que tampoco sobro yo. Que sentir no es delito, y que quizás, lo que me pasó, cuando mis ojos se encontraron con los de ella, después de correr tanto tiempo la mirada, atemorizada, después de esconder todo detrás de excusas insuficientes, después de buscar el tesoro donde sabía que no lo iba a encontrar.

Quizás lo que me pasó, cuando me vi reflejada en sus pupilas y su brillo en las mías, después de todo, si fue amor.

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Cande Gianfrancisco

Me divierto jugando a ser escritora. Ahora también soy psicóloga. Y siempre me quejé un montón.