Cande Gianfrancisco
5 min readApr 10, 2021

El secreto mejor guardado

Fue Cortázar el que escribió “Instrucciones para llorar”, pero al hacerlo se olvidó de nosotros, que también las hubiéramos necesitado. El último orejón del tarro ¿Tanto le costaba?

Pasé los años googleando, recolectando testimonios, hasta entrevistando en búsqueda de la respuesta, de la receta perfecta, pero siempre, siempre, falló.

Están aquellos que se llenan la boca en los programas de televisión, en conferencias, en la radio, hablando de los talentos, de la creatividad. De Juancito que es un genio con los números, de Pepito que toca la guitarra como un semi-dios, de Fulanita que su voz es como la de un ángel (cómo si alguna vez hubiesen escuchado alguno). Pero nunca, nunca jamás hablan de ellos. Sólo les queda ser seres cuasi divinos que son adorados en silencio, sobre todo, por personas como yo.

Son esos que tienen un blindaje todavía mayor que el de Larreta (sin ánimos de ofender ni entrar en discusiones políticas, sabrán que no es un campo en el que me mueva con facilidad), y eso es mucho qué decir. Es que no quieren que nos avivemos, que encontremos y revelemos su secreto mejor guardado, ese que tengo la certeza que cambiaría el mundo de rotunda manera.

Es por estas razones el falso desconcierto cuando los identifico y me atrevo a preguntar. Saben que estoy cerca, más de lo que quisieran, entonces arquean las cejas y abren bien grande los ojos, como si no tuviesen idea. Pero la tienen, claro que la tienen.

Es siempre igual, acuden a la re pregunta, cómo si yo no hubiese enunciado cada palabra con extremo cuidado para no dar lugar al error, para que me entiendan. Me fruncen el ceño cómo si se tratase de un chiste pero yo se que es porque saben que se. Claro, están bien entrenados, por eso logran conservarse en el olvido. Lo dije en un principio, son seres casi divinos, superiores.

Yo sabía que tenía que encontrar al más débil, en un momento de guardia baja. Sabía que tenía una estrategia que cambiar, para no levantar sospechas. Sabía que no era tarea fácil, pero yo estaba dispuesta a todo.

Fue el 7 de Octubre. Mi cabeza venía enroscada en las doce cosas que tenía pendiente, sumado a las otras cinco que realizaría apenas llegue a mi hogar. Sonaban los Artic Monkeys en mis auriculares y estaba buscando el celular en mi cartera negra que había elegido ese día para cargar tres libros distintos, uno para cada ocasión. Lo buscaba para leer uno de los tres newsletters que habían entrado a mi buzón esa mañana.

Un hombro golpeó el mío en el apuro por alejarse de tantos pies arrastrándose para volver a sus casas. Me sobresalte y me olvidé sólo por 1.2 segundos de lo que estaba haciendo, buscando quién había sido el que ocasionó semejante eventualidad. Es ahí cuando lo vi.

Allí estaba, un hombre entre 20 y 25 años. Las edades no se me dan muy bien después de los 18 (a quienes solo reconozco por el uniforme). Vestía un jean suelto y gastado junto con una remera negra con letras blancas que hasta el día de hoy me pregunto que decían. Se encontraba sentado en uno de aquellos incómodos bancos de la estación del subte C con la mirada perdida en la baldosa amarilla. Era ÉL.

Años de buscarlo y estaba ahí, frente a mis ojos. Fue justamente su forma de mirar la que lo delató. Lo podría haber reconocido a kilómetros de distancia, sin embargo de no haber sido por ese sacudón, nunca lo hubiese visto.

Me acerqué como depredador con su presa, aunque mis pies se movían con torpeza por la adrenalina. Me contuve y lo observe por unos minutos, para cerciorarme que tenía razón. Relamiéndome al darme cuenta que por, al menos cinco minutos, se había mantenido inmóvil, cabizbajo con la mirada fija a pesar de estar rodeado de estímulos. Si ya no había dudas, ahora menos. Era él. Era el día.

Finalmente tomé valor y me presenté. Lo recuerdo levantando la cabeza lentamente (¡ay, como me fascinaron sus lentos movimientos!) y tanto sus ojos como su voz emanaban fastidio. Exclamé, entonces, la pregunta mágica, con la que podía abrir la caja de pandora. Dije, así sin más “¿Que haces?” aunque mi mundo se detuvo en la “s” porque en su respuesta podía estar el comienzo de mi felicidad.

Así lo fue, o eso creía, cuatro letras. Las cuatro letras que necesitaba para tener la certeza. Las cuatro letras en las que escuché una melodía más linda que la de Mozart. “Nada”.

Se que mis ojos se abrieron muy grandes, se me humedecieron y fue enorme el esfuerzo que hice para contener las lágrimas de emoción. Esta vez sabía más, había practicado, no me podía equivocar. Pero mi lengua me jugó una mala pasada y mis palabras salieron como una bala disparada. Poseída por la ira que solo la envidia genera exclamé fuera de mis casillas “¿Pero cómo haces?, ¿Cómo haces para no hacer nada?” Y fue ahí cuando él lo supo. Me había descubierto.

Me miró de la misma manera que lo habían hecho tantos otros, agarró todas sus cosas y se levantó. Mis lágrimas no se contuvieron más, si total todo era en vano, si estaba todo perdido.

Supongo que fue mi desesperación lo que lo conmovió, yo les dije que era más débil que los demás. Me acuerdo muy claro la siguiente oración que salió de su boca “Tenés que ver un punto fijo y apagar la mente”. Lo dijo despacio, para que nadie más lo escuche, pero con el suficiente volumen para que lo haga yo y luego desapareció dejándome boquiabierta, con todas mis preguntas al borde de la garganta. Se escabulló entre la multitud y lo perdí para siempre detrás de las puertas amarillas del subte a Retiro.

La que yo creía que era una respuesta fue más que nada otro enigma que resolver. Lo intenté, se los juro, muchas veces. Se ve que yo no nací con ese don, con el “cosito” de poner la mente en off. Se ve que esa es mi condena y me perseguirá hasta el resto de los días.

Hoy lo intenté por última vez. Intenté plasmar y transmitir mis años de investigación titulada “Instrucciones para aburrirse”. Llegué al punto uno (el cuál ahora lo hago suyo): “Mirar un punto fijo”, pero en un confuso episodio terminé con este lápiz y este papel, dándome cuenta que jamás, jamás lo lograré hacer.

Cande Gianfrancisco

Me divierto jugando a ser escritora. Ahora también soy psicóloga. Y siempre me quejé un montón.