La maldición

Cande Gianfrancisco
5 min readJan 8, 2022

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Todo empezó con Juan Cruz. Le siguió Ignacio. Se sumaron Julián y Santiago. Con Martín terminé la teoría terminó por confirmarse.

Me trataban de exagerada, pero no hay manera de que cinco sean casualidad. No hay. La única explicación lógica es, por supuesto, que estoy maldita.

Claro que la gente no me toma en serio. En su gran mayoría dicen ser escépticos, mientras que nadie se atreve a siquiera acercarse cuando en su recorrido se topan con alguna macumba. Cuánto mucho le toman una foto a la fruta podrida, las copas y el animal muerto que forman el hechizo. Lo hacen, supuestamente, para burlarse en alguna red social, aunque todos sabemos que es para tapar el miedo. Hacen bien en temer, lo digo yo, que vivo en carne propia, las consecuencias de la magia negra.

El hechizo ha de ser fuerte porque se extendió hasta el abandono de mis amistades. La primera en irse fue Lucía, se enojó cuando la ascendieron en el trabajo y yo lo adjudiqué a que frizzé a quién era su competencia. No quiso escuchar, aunque tampoco me esforcé demasiado en explicarle los hechos, comprendí que ya estaba fuera de mi alcance.

Belén me dijo que parara con la locura, que no podía estar todo el día en internet buscando respuestas a mis delirios, ni llamar a su abuela Miriam seis veces al día en un intento de que me conecte con la curandera. Claro que la extraño, aunque no me angustie demasiado porque seguro es Miriam quién se interpone entre ambas en un intento de protegerla. Ella tiene el pelo blanco, nariz grande y una verruga marrón, horrorosa, que la acompaña, no hay manera de que no sea una bruja hecha y derecha.

Con Mariana y Sofía pasaron cosas parecidas. No quisieron ir más a mi cuarto porque decían que parecía una acumuladora de la cantidad de basura apilada. Yo les explicaba la utilidad de cada cosa para mis pociones, pero se lanzaban miradas de terror cuando creían que no las veía. Dejaron de salir conmigo definitivamente cuando notaron que guardaba los pelos que se les caían, no entendieron que era un intento de protegerlas de lo que me hicieron a mi.

Todo valía la pena si lograba llegar al origen, porque sería la única manera de revertirlo.

Todo empezó con Juan Cruz. Él fue el primero, aunque Julián fue el peor.

Con Juan nos conocimos en los recreos de secundaria, era de un curso mayor. Nuestras miradas siempre se cruzaban, pero ninguno hacía nada, hasta que un viernes de mucho calor, apresurado y torpe, metió un papelito en el bolsillo de mi delantal donde me dejaba su messenger. Hablábamos todas las noches hasta que mi mamá me apagaba el internet. Me dedicaba estados y me decía nombres de canciones para que me descargue en el Ares. Una vez me regaló un oso de peluche. Me lo llevó al colegio, quise que me tragara la tierra en ese mismo instante de la vergüenza. Sonreí como pude, incómoda, mientras algún imbécil cantaba una canción ridícula hablando de nosotros dos. Sus estados siguieron hasta que cambiaron por corazones rotos. Yo no quería que se vaya, pero tampoco lo quería así. A los tres meses las canciones ya eran para una tal Valentina. Ahora viven juntos y tienen dos perros caniche toy.

Con Ignacio la cosa fue distinta. Él entendía lo que quería yo. No hacía preguntas innecesarias, nos veíamos solo los fines de semana, nada de bares públicos de por medio, directo al grano, sin vueltas. Nos volvimos una cómoda costumbre. Un día me anunció que se iba a Estados Unidos, prometió que serían solo tres meses, y pidió que no dejásemos de hablar. A las cinco semanas subía fotos con una rubia teñida puro hueso. Podía adivinar que era yankee por su maquillaje. Los tres meses pasaron y la última noticia que tuve de él fue una foto en la que vestía traje mientras ella, con su vestido blanco, sostenía un ramo de flores muy grasa. Otro más.

Santiago y Martín repitieron el mismo patrón, aunque los hechos están medio borrados porque mi corazón, en ese momento, seguía despedazado por Julián. Santi ahora está viviendo con su novio, Pedro, en el sur de Argentina, mientras que Martín está esperando un hijo de Mariana, a quién le reza amor por siempre.

Mi encuentro con Julián no fue más mágico que dos borrachos a la salida de una fiesta. A mi me gustó desde que escuché su nombre y vi como se reía de los mismos chistes de mierda que yo. Ahora reconozco que se vestía mal, aunque en ese momento moría por su remera lila y sus zapatillas vans rojas.

Nuestra historia comenzó más o menos igual que todas las de ahora que no fueron tocadas por la magia del cine. Encuentros esporádicos, discusiones que parecían no estar habilitadas. Un sin fin de cosas no dichas, un millón de palabras de más debido al alcohol. No importaba porque a mi me alcanzaba con ver como me miraba. Por él estaba dispuesta. Mi mamá siempre me dijo que me mantenga soltera pero Julián era razón suficiente para ir en contra de lo que ella siempre espero de mi. Junte todo el valor necesario para decirle que me gustaba de verdad. Me contestó que jamás conoció a alguien como yo. Después de eso sus excusas fueron en aumento y el mismo día que me invitó al que sería nuestro primer recital juntos, descubrí que había alguien más en la ecuación. Ahora él dejó de ser mujeriego y yo no fui la razón. Solo me quedó una puntada en el pecho que nunca desapareció.

Pero el origen no fue en ninguno de estos varones porque lo más mágico que conocieron en su vida fue la Mano de Dios. Tenía que ser antes, mucho antes, porque no había ninguna otra razón que explicase por qué cada hombre con el que mantenía una mínima relación, encontraba, después de mi, al amor de su vida.

Camila, la única amiga a la que la magia negra todavía no alcanzó, dice que tengo razón en que hay un patrón. Coincide en que hay que romperlo. Dice conocer a alguien que puede ayudarme, se llama Carmen, como la curandera del barrio, aunque en la tarjeta, debajo de su nombre está escrito “psicoanalista”. Por lo pronto, coincide conmigo en el poder de las palabras, así que mañana a las 3 me encuentro con ella para hablar. Quizás ella sea mi última esperanza.

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Written by Cande Gianfrancisco

Me divierto jugando a ser escritora. Ahora también soy psicóloga. Y siempre me quejé un montón.

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