Libertad
El departamento vacío, sólo un halo de luz se colaba tímidamente por los agujeros de la cortina que tapaba el ventanal. El que no lo hacía de manera tímida era el frío, que descaradamente ingresaba triunfal por cada ranura que encontraba.
La puerta se abre una vez más. Se escuchan a lo lejos el golpetear de cajones que se abren y se cierran de manera apresurada, como quien busca desesperadamente algo, sin darse cuenta que la velocidad nunca es un buen atajo. Cada vez son más estruendosos y se mezclan con ese sonido que se parece al de un llanto contenido.
De repente la veo, el pelo castaño desalineado, fruto de la humedad y de tanto movimiento. Vestía unas calzas negras, un buzo holgado y unas zapatillas deportivas.
Allí está, parada en la esquina de la habitación con su mirada perdida en el trayecto que recorre aquella luz. Los ojos se le llenan de lágrimas que no permite dejar salir. Levanta la cabeza cómo si con este movimiento pudiera lograr que vuelvan al oscuro lugar donde las tiene prisioneras. Pero es en vano. La primera logra liberarse y tal cómo los niños lo hacen en los toboganes de las plazas, esta lágrima se desliza por su mejilla gritando libertad.
Se siente como esa corriente sorpresiva de aire fresca en una tarde calurosa de verano. La libertad es más linda si es compartida, además, si sus compañeras no lo vivían no lo iba a saber poner en palabras para contárselo. Entonces la primera lágrima convenció al resto de que se liberen de sus cadenas. Era el momento. La guardia estaba baja. Lo iban a lograr.
Las mejillas de Camila se convirtieron en un parque de diversiones para estas lágrimas que hacía ya tiempo no lograban llegar más lejos que del lagrimal de sus ojos color miel.
Ahora tampoco lograba controlar su cuerpo. Se deslizó despacio por aquella pared amarilla descascarada por la humedad hasta terminar en un rincón, sentada, rodeando sus rodillas con sus brazos, al igual que lo haría un padre con su niña.
No se cuanto tiempo pasó, pero el halo de luz es cada vez más pequeño y Camila sigue allí, inmóvil. Su agitada respiración era el único sonido que habitaba ese cuarto, hasta que se convirtió en un suspiro que casi que me saca el aliento a mi.
De a poco se reincorpora. Ya no la veo pero escucho sus pasos ¡Al fin! ¡Tanto esperé este momento! Pero en vez de escuchar la puerta que se abre, para mi desilusión, escucho el agua correr y cómo las gotas salpican el lavamanos. «Se debe estar poniendo en condiciones para este encuentro» pienso.
Las pisadas son cada vez más débiles y ya me abandonó la luz.
— Mantuve las esperanzas hasta el último, cómo dice el dicho, pero hasta sin ellas me dejaste — . Se escucha justo antes del portazo que retumbó como lo haría un adiós para siempre.
No me encontró. Y así, cómo las lágrimas corrieron por sus mejillas, en el fondo del armario, en el cajón secreto oscuro y olvidado, por mi cuerpo blanco se desparrama la tinta que exclamaba con hasta la última gota de sentimiento y aliento “Siempre te voy a amar, hija”.