No se puede morir de amor

Cande Gianfrancisco
6 min readDec 31, 2020

Todos te dicen que no se puede morir de amor, pero yo estuve al borde.

En aquellas épocas yo no caminaba, sentía como si mis pies nunca tocaran el suelo. Flotaba sobre el mismo, liviana como una pluma. Me movía por el mundo como esas pintorescas hojas que caen de los árboles en otoño y son llevadas por aquella suave y fresca brisa.

Uno cuando esta enamorado siente que puede comerse al mundo. Imparable me sentía yo, esa era la palabra. Todo lo veía color de rosas. Yo no solo creía que nada podía salir mal, sino que estaba convencida. Con Federico a mi lado, todo era posible.

Yo no fui criada por Disney como la mayoría de mi generación. De hecho, todo lo contrario. Escéptica desde niña, aquella que no se creyó ni la mentira de Papa Noel. No es que no quise, sino que ni se esforzaron en contármela, el mundo era muy crudo para dibujármelo y agregarle decorado. Tenía que saber a lo que me afrontaba y prepararme desde chica, decía mi mamá. Ella creía que no había tiempo que perder.

¡Como me hubiese gustado perder el tiempo a mí! Recuerdo como mis amigas jugaban con sus lujosas barbies, como se memorizaban los nombres y las historias de las caricaturas del momento, mientras yo, en la cocina, no hacía más que aprender recetas para ayudar a mi mamá. O practicar las tablas ya que los números se me daban fácil, y de las habilidades había que sacar provecho, decía mi mamá. Nunca me quejé, no había lugar para esta, siempre hay gente que estaba peor, y tenía que ser agradecida de mis oportunidades, era su frase célebre, que me la repetía desde que tengo uso de razón.

Debe ser por eso que jamás creí en ese príncipe azul que venía a rescatarme. Porque en mi casa ese príncipe más que despertarnos del sueño profundo con un beso, más que salvarnos de las garras malvadas de alguna madrastra maligna, nos hundió. El príncipe, para mi más negro que colorido, era el culpable de todas nuestras desgracias.

En mi vida todo siempre condujo a una misma meta: ir a la Universidad, recibirme. Todo el resto siempre fue agregado. Creo que al final, lo que siempre quise fue ver la sonrisa de orgullo en el rostro de mi madre, esa que no se asomaba seguido. Siempre quise volver a ver esos dientes relucir como aquella tarde cuando gané las olimpiadas de matemática. La recuerdo con su cámara, contándole a todos que la de allí arriba era su hija. Como si el calor del logro la hubiera ablandado un poco, o su coraza de metal la hubiese dejado en casa. A mi mucho no me importaba el diploma, no tanto como el abrazo y el beso que me dio esa tarde justo después de decir lo orgullosa que estaba de mí.

Será entonces que toda mi vida mi caminar fue pesado, como el preso que arrastra sus cadenas, hasta que llegó Federico y me liberó. Yo que me creí para siempre condenada tuve mi príncipe que llegó al rescate y me hizo volar. El problema es que cuanto más alto volas, más dura es la caída, y yo me elevé hasta lo más alto del cielo. Hasta que de un imprevisto mis alas fueron cortadas y caí en picada.

El puñal fue en forma de palabras. No hubo antes una tormenta que indicase el fin, o yo estaba muy sedada en mi bella historia que ni la sentí. No me preparó para el momento, aunque ahora pienso que no había manera de estarlo.

No se preocupó siquiera por dar ese aviso típico de las películas, que quizás me hacía estar más alerta, nunca me dijo si quiera “tenemos que hablar”.

Recuerdo esa mañana soleada de primavera, con el cantar de los pájaros de fondo y el olor a jazmín que entraba por la ventana. Recuerdo sus manos acariciar mi pelo exactamente de la forma que a mi me gustaba, me recuerdo pensando lo afortunada que era. Porque si hay algo que seguí manteniendo era el estar agradecida, y en ese momento lo estaba más que nunca.

Mi corazón latía a mil por hora cuando lo veía, como la primera vez. Sentía como esas mariposas de las que todos siempre hablaban recorrían mi estómago cuando escuchaba su voz. Mi pecho se inflaba de orgullo cuando me contaba aquellos proyectos que seguía con tanta pasión. Y sobre todo me sentía segura entre sus brazos, era mi lugar de bajar la guardia, yo que nunca pude, era el lugar donde por más que tenga mis días difíciles, yo sabía todo iba a estar bien.

Le sonreí medio dormida y le di un beso de buen día que él me devolvió. Le acaricié cada parte de su rostro, recorrí cada marca de su piel mientras con mis ojos decía te amo. El celular sonó interrumpiendo ese momento. Recuerdo que ni siquiera atendió la llamada, solo vio quien la hacía, dejo su celular en la mesa de luz, me dio un fuerte abrazo, que fue el principio del fin, y dijo, con una tranquilidad admirable, “Lu, yo se cuánto vos me queres, pero, por más que quiera, a mi no me pasa nada más con vos”.

Y con esas palabras no solo me corto las alas, sino que me quitó el aliento. Y las mías se atoraron en mi garganta. Quede boquiabierta sentada en la cama, estupefacta, mientras observaba como él se vestía con total impunidad para irse de aquel lugar que habíamos llamado hogar. Es como si mis reacciones se perdieron junto con el sentido de mi vida. Era la espectadora de como todo se desmoronaba a mi alrededor, pero no podía hacer nada para poder evitarlo.

Pensé que un poco así deben sentirse aquellos pacientes en coma, si fuera como las películas, que están luchando por su vida y escuchan como las esperanzas del otro lado van disminuyendo, pero no pueden hacer absolutamente nada para demostrar que siguen ahí. Así me sentía yo, atrapada. Absolutamente desconcertada.

Federico se tomo su tiempo, como siempre, no añadió ni una palabra más, como si los cinco años de relación le hubieran dado absolutamente igual, como si yo no le importara. Antes de irse se acercó, me dio un beso en la frente y se fue de la misma manera que llego a mi vida, con esa despreocupación que lo caracterizaba, aquella que fue mi liberación, y ahora mi condena.

Todos te dicen que no se puede morir de amor, pero esa tarde yo sentía como mi vida se iba en cada lágrima. Como si cada suspiro fuese mi último aliento. No entendía como afuera podía ser todo tan primaveral, mientras dentro de esa habitación era el día más oscuro, frío y lluvioso de invierno.

Todos te dicen que no se puede morir de amor, pero el “a mi no me pasa nada con vos”, me atravesó el corazón como una bala despiadada. Me cortó las alas como una lanza. Me hizo caer. Yo creía fervientemente que la muerte era mi destino, que no había manera de sobrevivir a aquel 5 de noviembre. Que mi mundo jamás se iba a poder reconstruir.

Quizás es cierto y no se puede morir de amor, porque yo sigo viva, aunque a veces no quisiera estarlo, aunque a veces me hubiese gustado que ese golpe me haya destrozado definitivamente y por fin no sentir más dolor.

Pero finalmente logre levantarme, aunque ya no levito como antes, pero tampoco cargo con esas pesadas cadenas que una vez he sabido llevar.

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Cande Gianfrancisco

Me divierto jugando a ser escritora. Ahora también soy psicóloga. Y siempre me quejé un montón.